jueves, 10 de diciembre de 2009

El Tonto del Pueblo

“¡Se aproxima el fin del mundo!”

El pueblo entero no tardó más de cinco minutos en enterarse; el tiempo exacto en el que Juan tardaba en recorrerlo. En una aldea de quinientos habitantes en invierno y unos mil en verano, nadie pareció sorprenderse. Ni siquiera la señora Paca, pegada a la ventana de su salón, parecía prestar atención. Ya conocían de sobra las habladurías de Juan o, como ellos lo llamaban, del El Tonto del Pueblo.

Él hacía caso omiso a estos comentarios. Sabía de sobra que no era un superdotado. Se consideraba una persona diferente a los demás, pero no por ello menos listo. Esta mañana, cuando la camioneta del reparto del correo se ha parado en su puerta, él mismo ha sido el primero en asombrarse. No acostumbraba a recibir noticias de nadie. Toda su familia, oriunda de ese mismo pueblecito de Palencia, ya había fallecido. Vivía solo y la única correspondencia que recibía eran algunos pagos pendientes.

Completamente inseguro y dubitativo miró ansiosamente el sobre, como si le fuera a desvelar lo que había en su interior. El remitente, efectivamente, era él mismo: Juan Rodríguez Peña. Lo que El Tonto del Pueblo no sabía era que más allá de su demarcación y de los de su alrededor había muchas personas con su mismo nombre. En la carta no había ninguna dirección, solo un código postal, prácticamente ilegible. Después de analizarlo todo bien y asimilar el sello de CONFIDENCIALIDAD que había en la parte trasera, se decidió a abrirlo.

Estaba escrito con máquina de escribir. En esa época en la que la televisión no existía, eso era signo de riqueza, de alta alcurnia. Después de que sus ojos se deslizaran de un lado al otro del papel, entendió perfectamente el mensaje: Se aproxima el fin del mundo.

Aún no entendía, carta en mano, cómo nadie había sido capaz de reaccionar ante tal noticia. Sin pensárselo dos veces, corrió al único bar de la zona. Atravesó las cortinas que protegían el establecimiento de los mosquitos y el calor y fue directo a la barra. Allí estaba Basilio, el dueño, mirándole con incredulidad y media sonrisa.


- Juan, qué pasa, ¿ya andas otra vez haciendo de las tuyas?- le dijo poniéndole el vaso de vino diario.
- Esta vez va en serio, Básil. Y sino, mira ésto- dijo él, a la defensiva, mostrándole el sobre, a la vez que se bebía de trago el vino.

Expectante, Basilio cogió el sobre y lo abrió. Leyó rápidamente su interior. Juan no lo podía haber escrito. Nadie del pueblo tenía una máquina de escribir, ni siquiera alguien de los alrededores. Por un momento, hubiera deseado que todo hubiera quedado en una broma más de El Tonto del Pueblo, pero no era así. Permaneció en silencio un par de segundos, los suficientes para decidirse a coger el altavoz del almacén.

Hizo el mismo recorrido que Juan había hecho minutos antes, pero ahora sí. La gente poco a poco empezó a salir a calle, siguiendo los pasos del dueño del bar, mientras él sacudía fuertemente la carta. A él no le hacían falta pruebas. La gente confiaba en él con los ojos cerrados. Los años en los que fue alcalde fueron los más felices del pueblo.

Básil dirigió a todos hasta su almacén. Allí les explicó lo sucedido y les leyó la carta de principio a fin. La gente se empezó a alborotar; las mujeres abrazaban con fuerza a sus hijos. ¿Cómo podía ser que en tres días estuvieran todos muertos? Intentaron, durante horas, buscar una solución, sin éxito. Poco a poco, los allí presentes se empezaron a cansar de la situación y se fueron a casa.

Sin darse cuenta, al cabo de diez horas los grupos ya se habían hecho y la rivalidad era inevitable. Todo el mundo quería lo mejor para su familia y seguir vivo dentro después del desastre. Hacían turnos para mantenerse de guardia las 24 horas del día y las envidias empezaban a aflorar. Muchos cavaban sin parar, otros intentaban buscar la mejor idea para sobrevivir.

Cuando ya había pasado día y medio, los nervios pudieron con todo. La batalla comenzó sin previo aviso. Familias contra familias, niños acobardados llorando en un rincón, gritos de guerra, de desesperación, de dolor... golpes y disparos. El panorama era desolador.

Juan estaba completamente aterrado; el fin del mundo había llegado de verdad, pero no el tercer día, sino el segundo. Él tenía tan asumido que iba a desaparecer de la faz de la tierra que no movió un ápice para salir adelante de tal devastadora amenaza.

Cuando el ruido se convirtió en silencio, ya era demasiado tarde. Hizo recuento de horas y puso la radio. Acababa de terminar el tercer día. El fin del mundo no había llegado. Se echó las manos a la cabeza y lloró sin consuelo. Se lamentaba de aquél fatídico día, de haber recibido la carta, de haber pregonado la noticia por doquier. Se lamentaba de haber provocado, sin querer, el fin del mundo, de su mundo.

3 curiosos ¿Te atreves a opinar?:

Nahus dijo...

Me inclino ante usted señorita. Guau! Es genial!!!!

Pugliesino dijo...

Kaixo!
O gabon :) Gran relato Emma. Con maestría describes la rutina del día a día, el vaso de vino ya puesto de antemano, la confianza ya establecida por Basil y la indiferencia ya establecida hacia Juan. Todo parece seguir su cauce normal, el mundo.
Y esa carta pasa como un rayo atravesándolo y dejando al descubierto tras esa aparente calma su fragilidad y demonios que afloran.
Probablemente ese llanto de Juan sea lo único real de ese mundo.

Un abrazo!!

Sentí como si el contenido de esa carta llevara la guerra civil consigo.

Rebeca Gonzalo dijo...

Una guerra entre hermanos y vecinos. ¿No es eso acaso el fin del mundo? Muy bien contado, por cierto, se me ha encogido el corazón cuando he leído lo del pueblo de Palencia. Ha sido casi, como si aquel bar fuese el único que hay en mi pueblo y como si el tonto del pueblo del que nos hablas, fuese el del mío. ¡Genial!

 
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