martes, 30 de junio de 2009

Querer y perder

Abre los ojos. Tiene la sensación de haber soñado con el mar, pero lo que ella no sabe es que está completamente mojada por el contacto de las olas de la playa Barceloneta con su cuerpo.

No entiende por qué está allí. Pocas cosas recuerda del día anterior, pero tampoco es nada raro en ella, ya que su memoria le fallaba. Lo tiene asumido. Gajes de la edad. Está completamente empapada. Intenta levantarse pero su cabeza le explota y la ropa le impide andar. En la mano tiene la correa de Brutus, uno de sus perros, pero no hay signos de él. Solo unas huellas de sus pezuñas clavadas en la arena.

Su mirada busca por toda la playa intentando seguir las huellas de ese ser que le ha acompañado durante tanto tiempo y con el que ha compartido tantas vivencias. Brutus no suele separar de ella. No lo había hecho hasta hoy. Camina lentamente hasta el final. Puede que el perro esté jugando en el paseo marítimo con algún otro que vague por allí.

El sol le deslumbra e intenta fijar la vista, intentando hacer sombra con la mano puesta en la frente. No hay ni rastro de él. Echa la vista a la playa de nuevo y, de repente, se encuentra con que sus pasos vienen acompañados con un reguero de sangre. Alarmada, se sienta en el banco para averiguar, disimuladamente, de donde proviene la hemorragia. Temerosa que de sus presentimientos sean ciertos, se acerca a ‘El Rey de la Gamba Fresca’. Manolo, el dueño, conoce a Rosa de toda la vida.

Entra en los aseos. Las manos le tiemblan y le cuesta despojarse de la falda. La ropa interior la tiene completamente ensangrentada. Por su edad, cualquiera podría pensar que se trata de la menopausia, pero Rosa a sus 54 años no ha pasado por eso. Al contrario, estaba embarazada de cinco meses.

Su vida no le ha dado muchas alegrías. No tiene una casa en la que cobijarse. Su único resguardo es el apartamento de un ‘amigo’ suyo que se lo cede a cambio de sexo. Y de eso vive. Hace favores sexuales a cambio de tener un sitio donde dormir y de un poco de dinero para comida. Pero ese hijo no era de él.

Ahmed, de 30 años, conoció a Rosa en Las Ramblas. Él se acercó a ella con el único propósito de acariciar a sus perros. Ella, necesitada, le ofreció relaciones a cambio de cuidar a sus perros durante un par de días y él aceptó. Lo que nunca iba a imaginar es que eso le fuera a condicionar para toda la vida.

Rosa ya estaba acostumbrada a esas desventuras. De hecho, sabía sacarles un gran beneficio. Este iba a ser su décimo tercer hijo. De los demás no sabe nada. Conforme iban naciendo, los iba depositando en una fundación a cambio de ropa limpia, comida y dinero. Así había vivido hasta ahora. Gracias a sus hijos.

Pero parece ser que la edad le ha pasado factura. Le cuenta a Manolo la situación en la que se encuentra y éste, sin pensárselo dos veces, llama a un médico de urgencias. Veinte minutos después, la sirena de la ambulancia inunda la calle. Los curiosos que pasean por la zona se acercan para ver qué ha pasado.

Colocan a Rosa en una camilla y la sacan del restaurante. Los auxiliares, después de varios intentos, consiguen meterla en la ambulancia. Ha perdido mucha sangre. Se oye un ruido extraño. Uno de los voluntarios mira asombrado a la puerta trasera del vehículo. Era Brutus. No la había abandonado. Por motivos de higiene, dejan al perro al cuidado de Manolo, que no pone ninguna pega. Conforme se iban alejando, el perro se iba poniendo más nervioso hasta que salta de sus brazos y ansioso se pone a correr detrás de su dueña.

Los efectivos sanitarios no pierden de vista a la paciente. Le han parado la hemorragia y le han puesto suero. Nadie lo sabía pero Rosa llevaba varios días sin probar bocado. La inanición le había dejado sin fuerzas. Ese es uno de los motivos por los cuales se ha desmayado en la playa.

Vuelve a perder el conocimiento. Los médicos le realizan varias pruebas y análisis. La vida del bebé corre peligro. La sala de espera está vacía, igual que la vida de Rosa. Brutus es el único fiel en su vida, que espera en la puerta del hospital. Ha perdido al niño.

Ya no tiene edad para estar embarazada, y mucho menos en su estado de indigencia. Ya no puede vivir un par de años con lo que le hubieran dado en la ‘Fundación’. Sus planes se han quebrado. Al recibir la noticia, Rosa únicamente siente frustración porque para ella ese bebé no era más que un objetivo, un negocio.

Un poco más demacrada, si cabe, sale del hospital. Su amigo más fiel mueve intensamente la cola y se abalanza sobre ella. La mirada de Rosa se llena de lágrimas por primera vez en muchos años. Su vida le había hecho tan dura que ya no recordaba lo que significaba el dolor.

Cuando regresa a la playa de la Barceloneta se dirige inmediatamente a una tienda de animales. Esta vez sí que estaba sola. Nadie le pudo parar los pies. El dueño, Darío, llevaba mucho tiempo ofreciéndole dinero por Brutus y a ella no le quedaba otra opción. Tenía que sobrevivir.

Seiscientos euros bajo el brazo. Ese ha sido el negocio. Pero la pena puede con Rosa. Paga la pensión de tres días y se mete en la cama. Rosa no tiene hambre, no tiene ganas de ver a nadie. Al día siguiente, cuando despertó, bajó corriendo a la tienda. Darío le dice que había vendido a Brutus.

Puede que se hubiera podido cruzar con él en cualquier momento. Puede que Brutus ahora fuera más feliz que con Rosa. Puede que Rosa lo hubiera superado y se hubiera olvidado de él.

Dos semanas más tarde, Rosa aparece en un banco. Nunca más abrió los ojos. Nunca nadie la echo de menos. Lo que nadie sabía era que Rosa sí tenía sentimientos. La pena pudo con ella. Vagó por las calles imaginando a Brutus en cada perro que veía. En ese momento comprendió lo que era querer y lo que significaba perder.

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