
viernes, 24 de julio de 2009
Cerrado por vacaciones

miércoles, 22 de julio de 2009
La casa vieja

Ya no había historias a medias de un verano a otro. Cartas eternas y llenas de cariño que recorrían media España. Ya no vive nadie en la casa vieja, y lo echo de menos. Echo de menos esos momentos vacíos sentados en la puerta de una iglesia. Echo de menos sentarme al fresco mientras veías pasar el tiempo sin que me preocupara nada. Pero no quiero echarlo de menos. Quiero que mis hijos puedan tener un pueblo en el que jugar sin tener que mirar el reloj. Quiero que la casa vieja se vuelva a abrir, se vuelva a agrandar, pero eso sería dar marcha atrás en el tiempo y no sé si estoy preparada.
lunes, 20 de julio de 2009
El aura

El aura comenzó a apoderarse de él. No estaba solo en la cama, pero nadie lo pudo evitar. Aunque su cuerpo permaneciera allí, su alma ya no estaba en esa habitación. Todo aquel que hubiera presenciado ese momento, hubiera visto cómo el cuerpo de Miguel dejaba de dar señales de vida mientras el amanecer se colaba por su ventana. En su mesilla, una agenda repleta de tareas para hoy. Tareas que no se van a hacer, aunque hasta el momento, nadie se había dado cuenta.
Foto y texto a propuesta de Minificciones
Amor en sal

martes, 14 de julio de 2009
Cruda realidad
La policía ya estaba en su casa. Intentaban recopilar todo tipo de pruebas para llegar a saber qué había sido de la niña. Marina solo tenía quince años y llevaba dos días sin aparecer por casa. Dos días que a Alejandra le han parecido dos años. Su desesperación no le dejaba dormir. Estaba completamente demacrada. Las ojeras hundidas y ennegrecidas y sus ojos rojos hablaban solos.
Ya no tenía uñas en las manos. No paraba de arrancarse los pellejos de los dedos. No podía esperar más. Tenía que salir a la calle y recorrer todos los rincones de la ciudad. La noticia no tardó en saltar a los medios de comunicación, pero no se sabía nada de Marina. Alejandra solo esperaba que, por lo menos, la historia acabara igual que el libro. Que al final se diera cuenta de que su familia era importante y volviera a casa.

Lo que Alejandra no pudo explicarle a tiempo fue que un libro no siempre cuenta realidades. Muchas veces las exagera y otras, las embellece. Después de cuatro largos años de espera, Marina abrió la puerta. Alejandra estaba completamente consumida. No creía lo que veían sus ojos. Había crecido, se había convertido en una preciosa joven. Los golpes de la calle le había hecho madurar. No pudo articular palabra. Lo único que hizo fue quedarse en silencio mientras su hija le explicaba que la culpa la había tenido aquel libro.
miércoles, 8 de julio de 2009
Desértico

En ese lugar había cientos de cadáveres. Muchos de ellos tenían partes de su cuerpo amputados. Yo no tenía ni un rasguño. Los móviles de las personas que yacían ahí no paraban de sonar. No veía más allá de mis narices porque todo estaba cubierto por una nube de humo espesa. Entre politono y politono, silencio. Ningún ruido. Estaba solo.
Viendo tal catástrofe no entendía cómo no se oía la sirena de una ambulancia, pero lo que no me cabía en la cabeza era que yo no tuviera ni un rasguño. Rápidamente fui en busca de mi móvil. Lo busqué por todo el amasijo de hierros y en todos y cada uno de los bolsillos de mi cazadora. Tardé varios segundos en reaccionar y en darme cuenta de que podía tomar prestado cualquiera de los teléfonos de las personas que estaban en el suelo, y así lo hice.
Mientras intentaba acordarme del número de algún familiar allegado, intenté salir de esa nube de polvo, esquivando cadáveres sin cesar. Ningún número me venía a la cabeza. El polvo no cesaba y la oscuridad tampoco daba paso a la luz. De repente, la debilidad de las piernas me hizo tropezar. No quería saber encima de qué había ido a caer, porque algo me decía que no me iba a gustar. El móvil que tenía en la mano empezó a sonar de repente. Entonces, pude distinguir por la luz del teléfono al sonar, que lo que había debajo de mí era un niño.
El silencio volvió de nuevo. La llamada se debió de cortar, pensé, antes de que la que pudiera coger. Me levanté horrorizado. Un niño de tan solo unos seis años de edad estaba muerto. Ahí es cuando el pánico empezó a apoderarse de mí. Intentaba recordar dónde estaba, qué era lo último que había hecho, pero no era capaz. Las manos y las piernas me temblaban cada vez más y el nerviosismo impedía que me pudiera mover con rapidez.
De pronto, dejo de tropezar con cadáveres pero sigo sin ver la luz. Ya no hay hierros en el camino ni trozos de metal. Grité pero ni siquiera lograba escuchar mi eco. El silencio ganaba a todo atisbo de vida que me hubiera gustado oír. Siempre me había gustado la soledad pero, en ese momento, lo último que apetecía era verme solo. Me arrepentía de no tener amigos, novia o padres a los que acudir. Personas que marcan tu vida y su teléfono lo acabas memorizando de tanto marcarlo. Pero en mi mente no había nada.
Desde entonces vago solo por el desierto. Nunca supe qué pasó y porqué nadie logró localizarme. Cuando amaneció, busqué en los restos del avión cualquier móvil para llamar, pero el que no estaba destrozado, estaba sin batería. Ni siquiera logré saber en qué día vivía. Lo único que encontré fue mi billete de avión, procedente de España. El destino era Tanzania. Un pasaje que todavía guardo. Un recuerdo que, en mis momentos bajos, me llena de esperanza para seguir en pie.
De esto ya han pasado diez años. Hace una década que no me miro al espejo, que no hablo con nadie, que no oigo la voz de otra persona. Me siento solo en el mundo y me alimento de lo que puedo. Aunque os lo estéis planteando, no, nunca recurrí a las víctimas de la tragedia para alimentarme. Antes prefería morirme de hambre.